Era primera: El nacimiento de una era
<< Bajo el gran almendro, contiguo al tintinear perpetuo de un riachuelo, al cobijo de su sombra, un niño jugaba ajeno a todo sobre un enorme tapiz, finamente bordado con hilos de oro, y brocado con polvos iridiscentes de diamante que describía dibujos sinuosos de tierras mágicas, laderas, ríos, montañas, con nombres propios escritos en lengua ancestral y en el centro de aquel telar a medio dibujar había desparramado unos carboncillos con los que iba tejiendo lo que a su capricho sus fantasías ejercían.
A su derecha había dispuesto pequeñas figuras de mármol blanco, distribuidas a lo largo del tapiz y a la izquierda otras figuras de ónice negro que enfrentaban a estas. Sin embargo, el juego del niño, estaba centrado en dos figurillas, una de tamaño mediano, y otra de tamaño pequeño, que movía a lo largo del tapiz a modo de marcha por un punto alejado del resto de figurillas>>
Tras un largo viaje por los senderos interminables de las laderas del destino, acomodados en la sombra de un risco, padre e hijo descansaban de su peregrinaje. El hijo escuchaba relatar a su sabio padre las enseñanzas que un día recibiera de su mentor, y de cuanto había que agradecer a su Dios la buena fortuna que siempre habían recibido como tributo a las acciones desinteresadas y bien intencionadas que habían llevado. Tanta era la devoción que sentía el padre por su Dios, que el hijo había sentido en más de una ocasión la punzada de los celos y la envidia empañando su corazón y envenenando sus sentidos.
Cuantas veces había deseado no ser invisible para su padre, cuantas veces había deseado recibir el halago de la única persona que le había hecho sentir menos cuando debía haberle hecho sentir más. Después de todo, pensaba, un padre debía sentir más amor por su hijo que por su Dios. A pesar de aquellos celos, el hijo siempre mantuvo la esperanza de que un buen día, con obediencia, y recogimiento, ser el centro de las alabanzas de su padre, o al menos, se consolaba, ser felicitado.
Tras la vuelta a Éberon, en la Gran puerta dorada, en la rama de un frondoso árbol, balanceando las piernecitas les esperaba una pequeña niña de cabellos dorados, y rostro angelical. Sentada, tocaba la flauta con torpe habilidad sin percatarse de la presencia de ambos. Padre e hijo llegaron a su altura y aunque las notas estridentes y mal acompasadas no invitaban a la veneración, el padre sonrió a la niña, y aplaudió con gran entusiasmo. La niña dejó la flauta un lado y de un saltito bajó de la rama, para caer justo en los brazos del padre, que la abrazó con cariño y adoración, y le susurró palabras de ánimo y aliento por su labor con la flauta.
La sangre del hijo parecía bullir bajo su piel blanquecina y su rostro impertérrito, parecía estar tallado en piedra, pues no mostraba emoción alguna, pero la rabia que sentía cada vez era más profunda, y más difícil de controlar. No comprendía porque su hermana recibía por un mal talento aquellas dedicaciones de su padre, cuando el no había recibido nunca ni dedicación ni afecto.
<< Una canica luminiscente corrió por el tapiz cuando el niño la hizo rodar con sus dedos entre risas, haciéndola detenerse frente a las dos figuritas con las que jugueteaba y que las había desplazado hasta donde se encontraban el resto de figurillas de mármol blanco, y dejando la esfera pequeña centrada, dispuso a las figuritas alrededor, mientras espolvoreaba sobre ellas purpurinas de colores vivos y brillantes>>
El cielo se abrió y tras las nubes blancas una esfera brillante y luminosa descendió posándose sobre sus cabezas con un halo místico y divino que hizo que las gentes de Éberon se postraran ante el milagro que acaba de comenzar. Sus gentes, ataviadas con túnicas blancas, elevaron los brazos para recibir el regalo que su Dios les acababa de obsequiar entre alabanzas y cánticos sacros que llenaron el lugar.
El Padre, Hacedor, se acercó a la parte más próxima a la base de la esfera para observar con detenimiento aquella obra, y alzando sus manos en señal de protección para la esfera, comprobó, que era un pequeño mundo que describía océanos y tierras formándose milagrosamente ante ellos con ritmo lento pero constante, como aquel corazón infatigable que por cada latido insufla vida.
En un punto dado, la esfera comenzó a girar sobre si misma, como si de un eje invisible se sirviera y sin más, del cielo cayeron como lágrimas luminiscente miles de luces diminutas, que viajaban a través del cielo para descender a la esfera que giraba en su propio espacio y tiempo.
La pequeña esfera reveló su secreto interior y se configuró en ella un entramado de luces diminutas, concentradas en pequeños puntos de porciones de tierra que se movían de un lado a otro, o permanecían aguardando en lugares estratégicos. El pequeño mundo ascendió a los cielos entre el brillo de los dos soles que reinaban y alumbraban Éberon, filtrando entre las nubes halos de una luz potente donde la esfera que pendía y pendulaba en el firmamento detuvo su marcha. Una pluma blanca descendió de los cielos, mecida con suavidad por las corrientes cálidas de Éberon, cayendo en las manos del pequeño, que la aferró con fuerza en una mano, y que le confirió desconocidos talentos que pronto descubriría.
Bajo la atenta mirada de todos los ebernianos el muchacho alzó la pluma con deliberada actitud de supremacía, y observó con desagrado el gesto de desaprobación que marcaba el rostro de su padre y el de todos los presentes que no entendieron aquella actitud que mostraba el joven.
Pero el Hacedor, consciente del corazón voluble de su hijo, presintió el poder que ejercía aquella pluma blanca, y el cambio sutil a priori que había provocado en su hijo. Se acerco a el, con la intención de que su hijo por propia voluntad dejara aquella reliquia sagrada en sus manos. Pero el Doumer, la pluma, ya había elegido a su dueño, y con conciencia propia, transmitía sus deseos al joven de forma que la manipulación que ejercía en el era sutil.
El Hacedor, extendió la mano, pero Tarkos irrumpió en aquel concilio improvisado que se había creado entorno al joven, acosado por los ebernianos, unos por curiosidad, otros por temeridad, y otros con la animosidad de poseer aquel regalo del único.