Nueva Era
Día 15, Trigésimo Mes
Plenilunio
En el albor de los tiempos, en el nacimiento de Aneä, cuando tan solo éramos un poblado libre, y convivíamos con otras tribus en paz y armonía, una oscuridad colosal crecía a pasos agigantados, cerniéndose como una sombra en las lejanas tierras del oeste.
El viento cálido, como un lamento traía, un borboteo incansable de quejidos infinitos, como aullidos a la luna, una pesadilla vivida y el augurio de una muerte anunciada.
Triste y aciago era el destino del eterniano, pronto vimos como otras razas capitulaban, abandonando sus tierras en triste procesión teñidos de la roja sangre de sus hermanos caídos, padres, hijos, sin distinción.
Los altos elfos de Elorah, los aguerridos enanos de Gorlon, los reductos de las orgullosas tribus bárbaras del sur, todos llegaban en desbandada, replegándose sobre sus pasos hasta las tierras más septentrionales del Norte, Erina, donde los acogimos.
Lo que hoy se conoce como el bastión, en aquella época no era más que una pequeña humilde abadía de piedra grisácea, que contenía un reducido grupo de capellanes y monjes austeros y de vida sacra.
Aquí, entre los muros de nuestra ciudad recogimos los pedazos esparcidos de culturas casi aniquiladas, restallamos las heridas de linajes casi extintos y dimos calor a los corazones heridos y maltrechos de tantas personas que habían sido humilladas, masacradas y obligadas a dejar sus hogares, sus hijos, sus padres y hermanos bajo el acero enemigo, de lo que se conocía como Berekost, la ciudad del monolito.
Entre los supervivientes de las distintas razas, un día llegó una mujer, de ropajes blancos y amplios, semejantes a las túnicas, de cabellos como el sol, recogidos en una trenza ancha bajo la nuca, y el rostro enmarcados de bucles dorados que le confería una belleza clásica.
Fausto I, la recibió en el atrio, y pensó al verla llegar que debía ser alguna heredera de algún condal colindante arrasado por Berekost, sin embargo, junto a ella no iba ningún sequito ni plebeyo de los de librea, y tampoco presentaba signos de haber pasado por una situación delicada. Todo en ella le hacia dudar de su procedencia y de sus intenciones.
La hermosa mujer de facciones serenas le sonrió al ver en su rostro el desconcierto.
-Fausto primero, Sumo pontífice. Te saludo.
Fausto la recorrió con la mirada, intrigado por saber como aquella dama conocía su nombre, pero ella avanzó hasta el con decisión, y tras intercambiar unas cuantas palabras cordiales, le transmitió el siguiente mensaje.
-Son tiempos nefastos para las razas nobles de Eternia. El sufrimiento se ha convertido en un sentimiento más común de lo habitual y más común de lo que estoy dispuesta a tolerar. El mal en su estado más puro ha sido congregado y redimido, y se expande a sus anchas por todas las tierras envenenando y corrompiendo con su mano oscura e impía todo aquello que toca, y avanza sin desmedida y sin concierto... Un poder ancestral y desconocido por todos vosotros, hijos míos, comanda sus acciones, dando nula oportunidad a todo aquel que le opone resistencia… Poco tiempo es el que os resta hasta que llegue hasta vosotros…
Fausto lo vio claro en el preciso momento en que la dama de elegante belleza clásica pronuncio “hijos míos”. La Diosa Belia había descendido e intercedido por ellos. Sin saber como poco a poco las razas que ocupaban la abadía se reunieron alrededor de la dama de elegante belleza clásica.
-Pero no estáis solos hijos míos…El Padre me ha enviado… hoy es un día glorioso para las razas libres de Eternia, hoy marchareis bajo un pacto sagrado entre hermanos, hermanos que comparten idéntico destino…Vivir como hombres libres o morir como soldados de Dios.
¡Humanos de Eternia, Altos Elfos de Elorah, Enanos de Gorlon alzad vuestro aceros!
Las voces y los murmullos recorrieron como una ola arrolladora cada rincón de la abadía, y heridos, tullidos e ilesos portaron su armas caminando hacía su destino coronados por un dorado halo místico, y la ira divina latiendo en sus venas.
De generación en generación está historia ha sido transmitida entre los fieles, y de cómo fue destruido el monolito. La Triada bajo el pacto de Belia llegó a la infesta fortificación de Berekost y en las murallas, la mano del Hacedor obró el milagro. Una bola incendiaria sobrevoló el espacio e impactó, destruyendo en mil pedazos la creación diabólica.
Fausto I, y los clérigos y monjes guerreros que acompañaron en la guerra a la triada aseguraron tras la contienda que tras la destrucción del monolito una pluma, blanca e impoluta, inmaculada ascendió a los cielos, purificando así los pecados.
Es por eso, que nuestro deber y herencia es procurar que la pluma sea devuelta a su legítimo dueño, el Hacedor, y velar por los hermanos que dieron la vida por que tuviéramos un mañana.
Sumo Pontífice, Fausto IV